Los ojos de la tierra están en el Desierto de Atacama en el norte de Chile. Los científicos confirman que los telescopios más potentes del mundo están ahí, en ese espacio infinito, el más árido del planeta, que además es el único que florece una vez al año: lo llaman el desierto florido. Allí, en medio de una inmensa nada, decenas de mujeres forjaron una historia de valentía, de una valentía dolorosa y grave que se replica en todos los rincones del continente. Las mujeres de Calama se hicieron famosas durante décadas buscando a sus hijos, hermanos y esposos desaparecidos durante la dictadura de Augusto Pinochet (1973-1990), régimen que asesinó, torturó y desapareció a más de 40.000 personas dentro y fuera del territorio chileno. En Nostalgia de la Luz, un documental de 2010 del chileno Patricio Guzmán, varias de estas mujeres arrastran los pies y tocan la tierra. Se convirtieron en expertos en conocer la diferencia entre un fragmento de piedra y un fragmento de hueso humano. “Ojalá los telescopios no solo miraran al cielo, sino que cruzaran la tierra para ubicarlos”, dice uno de ellos mientras el sol broncea su rostro lleno de arrugas y tristeza.
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Es 1978, al otro lado de la Cordillera de los Andes. El Mundial de Argentina, que se disputa en plena dictadura de Jorge Rafael Videla, alegra al mundo entero. La prensa internacional que lo cubre observa a un grupo de mujeres con pañuelos blancos; marchan en círculos en la Plaza de Mayo. Son sólo una docena, llevan fotografías de sus desaparecidos del cuello al pecho. Las llamaban “madres locas”. Hasta que un periodista de la televisión holandesa se les acerca y sus voces empiezan a hacer eco. “¿Por qué no nos dicen si están vivos o muertos? Estamos buscando esto nada más. Que nos respondan y luego nos vamos”, dice uno. Las palabras de cada uno están abarrotadas, y este documento de video es para la posteridad. Las voces en un grito reprimido, la desesperación y la esperanza de que por fin, frente a esa cámara, se escuche algo de su reclamo. “Ya no sabemos a quién acudir: consulados, embajadas, ministerios, iglesias… nos han cerrado las puertas en todos lados. Por eso te pedimos, eres nuestra última esperanza: ¡por favor ayúdanos!” dicen, tropezando frente al periodista. Cuando las madres y abuelas de Plaza de Mayo explican en varias entrevistas el por qué del pañuelo blanco, aluden a la maternidad. Quieren que esa tela que usaban como pañales para cambiar a sus hijos cuando eran bebés sea la seña de identidad de su movimiento. La lucha de estas mujeres no solo fue más allá de la creación, en Argentina, del Banco Nacional de Datos Genéticos, que identifica a aquellas que durante la dictadura fueron apropiadas ilegalmente por el régimen militar y entregadas a familias similares. También inspiró la llamada “ola verde” de la lucha por el aborto legal y seguro y el pañuelo simbólico de este color que el movimiento feminista latinoamericano y mundial adoptó como propio. No es casualidad que las mujeres en América Latina, generación tras generación, sigan buscando cambiar el mundo.
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Y lo están cambiando, o al menos sacudiéndolo. Con protestas, búsquedas en los desiertos, sacudiendo tierra y mar. O escribir cartas. Tuve que buscar a mi hijo de todos modos y en todas partes. Fuimos a la radio a decirnos lo que nos pasaba, pusimos volantes con información de mi Dany en postes y lugares concurridos, y desde esos lugares entendí tu indiferencia. La ausencia de mi hijo me duele como los 100.000 que hoy no están en nuestra hermosa Colombia. Pero confieso que tu total indiferencia me duele profundamente. Les informo que hay 82.998 desaparecidos en Colombia, 9.000 en el Valle del Cauca y 6.400 en la ciudad de Cali. Demasiado, ¿no?”, dice una carta escrita en 2019 por María Cecilia Tuestar Álvarez, quien busca a su hijo desde el 28 de diciembre de 2013. Al igual que María, varias decenas de madres llamaron la atención de la prensa cuando abordaron buses de transporte público en la ciudad de Cali, en el departamento del Valle del Cauca, para distribuir cartas en las que contaban sus historias de cómo habían desaparecido sus hijos o hijas. En Colombia, en las últimas décadas, se han sumado los terrores de un conflicto interno, que a pesar de la firma de acuerdos de paz con la guerrilla de las FARC, no ha cesado del todo. Allí, las personas fueron desaparecidas por grupos guerrilleros, grupos paramilitares, delincuentes o agentes del Estado. Y es que, según datos oficiales, los desaparecidos en ese país superan a los de las dictaduras de varios países sudamericanos durante el siglo XX.
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Pero las dictaduras y los conflictos armados no son el único terreno fértil para la desaparición de personas en América Latina. Desde principios de la década de 2000, con el aumento de los flujos migratorios en el continente, las cosas empeoraron. Y así como cada cierto tiempo se crean caravanas de migrantes en Centroamérica, así también empezaron a seguirles las caravanas de madres en busca de sus hijos e hijas, que se dirigían a otros países en busca de una vida mejor y desaparecían. Como si desaparecer fuera una posibilidad natural de viaje, una forma de vida cotidiana. Las madres centroamericanas son quizás el ejemplo más visible de una tragedia que encadena a muchas otras. Desde 2004, vienen todos los años a la Ciudad de México desde El Salvador, Honduras o Guatemala organizados por el Movimiento Migrante Mesoamericano, siguiendo un camino similar al que imaginan han recorrido sus seres queridos. Exigen y gritan, traen tristeza a sus espaldas, no se cansan y no olvidan. Son madres extranjeras en un país que les ha quitado lo que más aman en la vida. Y con eso también quitan el miedo. ***Desde el desierto de Atacama hasta Sonora, estas mujeres tienen todo en común. Son víctimas de gobiernos ausentes e ineficaces, de sociedades indiferentes, del vacío. Ellos, que están sacudiendo todo en su búsqueda por encontrar lo que este mundo les ha quitado, nos enseñan a todos a su paso.
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En 2021, Ceci Flores, líder de Madres en Busca de Sonora en el norte de México, explicó todo lo que había aprendido en los seis años que llevaba buscando a sus dos hijos desaparecidos: cómo diferenciaba los huesos, cómo sabía cuándo se quitaba la tierra. . Los investigadores como ella simplemente carecen del conocimiento de la identificación de ADN para poder completar las tareas que las autoridades no hacen. “Lo que hacemos se interpone en su camino. Encontramos los cuerpos que ellos no pudieron encontrar. No lo hacen porque no quieren. Ya somos casi 900 madres en todo el estado. Encontramos casi 300 cuerpos y localizamos a más de 50 personas vivas”, dice. En conversación con Socorro Gil, cuyo hijo desapareció en Acapulco, Guerrero, tras ser detenido por policías municipales en 2020, explicó que en el norte de México le enseñaron a identificar las características del terreno para excavar. Tenía prisa y mi agenda estaba llena. Tenía planeados algunos viajes a Tijuana y Monterrey para «algunas investigaciones». Cuando le pregunté las razones por las que cruzaba la mitad del país y se alejaba de donde había desaparecido su hijo, respondió: “Tenemos esta idea de que sabemos a dónde se llevan (secuestran) a nuestros hijos, pero ellos no saben a dónde”. ir. ellos van. salir. Entonces, si podemos recorrer toda la República Mexicana, hagámoslo. Y si no encuentro a mi hijo, tal vez encuentre al hijo de otra madre”, dijo.
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En América Latina se han juntado varias tragedias y hemos acumulado un número incontable de desaparecidos. Pero por cada una de estas personas “borradas” del mapa por agentes del Estado, por una guerrilla, un grupo paramilitar o un régimen dictatorial, hay varias decenas de miles de mujeres que amanece cada día, sin recursos, en su mayoría. , pero también sin miedo, y con la única certeza de que encontrarán algo, aunque no saben exactamente qué es. Y este es posiblemente uno de los mejores ejemplos que están dejando las mujeres latinoamericanas para el mundo entero.